viernes, 10 de noviembre de 2017

No soy un buen nieto, mi madre puede decirlo. Tampoco soy muy bueno relacionándome con las personas, o eligiendo las palabras para este tipo de situaciones. Por eso no estoy seguro de qué decir. No sé mucho sobre mi abuelo, salvo en lo que se refiere a mi trato con él. Él siempre me trató bien. Seguramente mucho más de lo que yo merezco. Por lo demás, me remito a las cosas que siempre me contaba mi madre. Si hay que creerla a ella (y hay razones de sobra para hacerlo), mi abuelo era una de las personas más buenas de este mundo. Amable y trabajador. En su velatorio descubrí que había sido el conductor de una de las primeras líneas de autobuses de la región, desde muy jovencito. En ese momento, al ver aquella foto en blanco y negro, pensé "¡Qué guapo era!". Tal vez ese pensamiento estuviese fuera de lugar en aquellas circunstancias; es curioso darse cuenta de qué tipo de cosas que se les pasan por la cabeza las personas en los momentos más inopinados. En fin, volviendo a empezar, no sé muy bien qué decir, y el ser ateo no ayuda, porque no puedo ni siquiera ofrecerme ni ofrecer un consuelo en el que no creo (lo intenté con mi pobre abuela, y fue peor). Pero hay una frase que decían los antiguos romanos que creo que es adecuada, porque nos remite a la tierra. La tierra de la que todos somos hijos, porque sobre ella nacemos, en ella vivimos, en ella construimos nuestro hogar, ella nos provee de alimento, y finalmente a ella volvemos cuando morimos. Esta frase fue mi despedida, mis últimas palabras al abuelo. Se las susurré a su ataúd poco antes de que lo introdujesen en la cripta. Sit tibi terra levis, abuelo. O, como decimos hoy, "que la tierra te sea leve".

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