martes, 7 de noviembre de 2017

El escultor esculpía. Día a día, noche a noche. Hora tras hora, con paciencia y esmero, iba labrando poco a poco el pedazo de roca al que tenía que dar forma. Un poquito aquí, un poquito allá, despacito, con cuidado. A veces, en un arranque febril, como poseído, se lanzaba a esculpir sin freno, clavando el cincel profundo, martilleando con fuerza a toda velocidad, sin parar, indiferente en su trance de mirada fija, mientras llovían acá y allá fragmentos de piedra que salían despedidos. Él imperturbable,
como la estatua a la que daba inerte vida. Tenía tanta prisa, tenía tanta ambición. Tenía tantas maravillosas ideas en su cabeza y tantas ganas por hacerlo perfecto... Las formas más bellas, los acabados más delicados. Se entregaba a ello sin descanso, sin comer, sin dormir, hasta acabar extenuado, cubierto de sudor, pero nunca satisfecho. A veces dudaba, y presa del temor de hacer algo mal apartaba de sí sus herramientas para no tomarlas en largos períodos de tiempo. Entonces se entregaba a intensos delirios, ensoñaciones y esbozos de mil proyectos inacabados. Se deleitaba en la fantasía, no dejaba de soñar con toda la admiración que despertaría, toda la fama y reconocimiento que alcanzaría una vez concluyera su gran obra. Todo el mundo vería lo que valía, todo el mundo se sentiría asombrado de su pericia. Al fin y al cabo, para eso se había hecho escultor, para poder dar forma a los espejismos con los que se engañaba. Para hacer de la dura piedra todo lo que él no era. Se contentaba con vivir en la ilusión y jamás terminar o empezar sus planes, mientras seguía poco a poco, remate a remate, esculpiendo la estatua de sus esperanzas. Era muy perfeccionista, y no se contentaba a la ligera. A menudo se torturaba porque no quedaba satisfecho, y no dejaba de repasar y repasar los mismos contornos, de volver una y otra vez sobre la misma curva, un brazo, un pie, un ojo, un cabello. Era muy terco, muy tozudo, y no se rendía con facilidad, incapaz de admitir que a veces no tenía la creatividad y la magia para hacer algo mejor, o peor todavía, no tenía la habilidad suficiente para lograr hacer cuerpo aquéllo que primeramente había construido en su imaginación. Testarudo como impaciente, incapaz de imaginar otro destino o de ser feliz de una manera que no fuese no serlo, continuó trabajando en la obra de su obsesión, preguntándose si acaso algún día, algún día, conseguiría acabarla.


Un día, el escultor se dio cuenta de que había, por fin, terminado. Tanto y tanto había esculpido que se había quedado sin un solo grano de piedra.

No hay comentarios: