lunes, 23 de noviembre de 2020

Razón de ser

Flores azules en el suelo, y humo rojo. Humo rojo sobre las cortinas de piedra. Sobre la luz menguante. Sobre los vapores fríos de la carne caliente. Piel sudorosa, espíritus ardientes en una noche helada. Se sacude el corazón... se sacude el corazón por las olas agitadas que surcan estas flores que, como dije, son azules. Azules sobre el cemento.

Ah, por fin. Ya llegan los primeros aplausos.

Amarillas ahora. Y verdes, sobre un grito de angustia. Grito profundo bajo el viejo de los dorados.

Ah, entran las guitarras. El rojo hace tiempo que se fue.

Todo se oscurece. Todo muere entre las castañuelas. Sólo queda la luz... ¡la luz! La luz que cambia, rápida, a veces de apagada a cegadora, y todo el estrépito estruendoso atronando alrededor. La marea nos engulle. Me siento a dormir, feliz, bajo la luna. Me siento mecido por el mar... pero no hay ni una sola gota de agua.

Deriva.

A nuestro alrededor, lo muerto nos observa. Yo tengo un pedacito de estrella trémula tibiamente sujeta entre los dedos. En movimiento, como mi mente inquieta.

Un bramido que crece, grave como la tormenta elevada desde la gruta ancestral...

La guerra termina por fin. Yo estaba allí, pero no sé cómo ha acabado. Quizás hayan ganado aquellos que, simplemente, esperaban como estatuas pacientes. Observando.

Un orador eleva una súplica a los dioses. Los jueces esbozaron sonrisas compasivas, pero los relámpagos volvieron a bailar. Ahora el rosa tiñe el cielo. Bajo las capas de metal hay una canción.

Ellos juegan, yo también. Ellos con fonemas, yo con grafemas. Ellos con los labios, yo en silencio. Pero todos con las manos.

También hay ladrones de almas,  buscando entre las piedras pedacitos que añadir a su colección.

Mantras. Mantras (in)comprensibles en la oscuridad.

Soles parpadeantes.

Mensajes amigos de una galaxia lejana...

Regresa el humo. Esta vez es vapor de música. Y lo fúnebre como sinfonía absoluta de la felicidad.

Cuatro grados abajo todo sigue bien. Pero faltan espíritus en esta coincidencia.

El amor atacó por sorpresa. No lo esperaba, ni lo entendí. Una nereida me lo tuvo que explicar. Muy amablemente, eso sí. Era una cita que ella había leído en otra mitología.

Se acabaron los vítores triunfantes. Ahora toca que suenen los humildes.

¿Soy un cronista, acaso? Me encontré apenas sin darme cuenta escribiendo con un cálamo, pero no tenía tinta. Escribía en el aire sobre un recuerdo muy cercano. Mientras tanto, regresaba aquel clamor en cuya disonancia había tanta armonía.

A golpes bruscos recordé, de repente, algo que había casi olvidado, y me sorprendí de lo rápidamente que había transcurrido el tiempo. Todo se iba.

Los bardos cantaron un último lamento. Esta vez, por las brujas y los lobos. Por todas las criaturas mágicas que, tristes y derrotadas, eran sepultadas para siempre bajo sus gritos de agonía.

Pero aquellos gritos... eran dulces y hermosos. Como el aullido del universo. A lo lejos veo la Vía Láctea. Adiós... adiós. Dejo a mi cuerpo desvanecerse con una última sonrisa, mientras la lluvia termina de borrar mis huellas en la arena.

Nos acompaña una arrolladora marcha de victoria.


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