domingo, 31 de marzo de 2013

Asesino. Capítulo 3

Héctor llega a casa. El sonido de la puerta encajando en el marco resuena en el piso, recorriendo cada esquina y volviendo a Héctor como si de un sónar se tratase para indicarle lo que él ya conoce: el piso está vacío. Helena está en el colegio, a estas horas, en el comedor, junto con otros tantos niños cuyos padres no tienen tiempo para ir a recogerlos y mucho menos para comer en casa. La madre de Héctor trabaja en la gasolinera de una autopista a muchos, muchos kilómetros de aquí (de poco le sirvió estudiar en su día una Filología). No se levanta tan temprano como su hijo porque hace el turno de tarde, pero no vuelve a casa hasta las cuatro y media de la madrugada, más o menos (los días que no se retrasa por algún motivo). Y su padre... bueno, hace lo que puede aquí y allí, buscando trabajo. Hasta hace poco era peón de obra, pero últimamente no hay trabajo (y el poco que hay es realizado por inmigrantes ilegales que son abusivamente explotados por miserables constructoras). Sabe algo de fontanería, de mecánica y de instalaciones eléctricas, pero no tiene titulación alguna, y eso, por desgracia, no basta. Se pasa todo el día fuera y de vez en cuando se las arregla para traer algo de dinero a casa. A pesar de que él dice que siempre se lo gana haciendo chapucillas a algún conocido, Héctor y Sofía están seguros de que gran parte del mismo proviene de la mendicidad y de la venta (ilegal) de cable de cobre, robado en edificios abandonados. Al menos su desesperación no ha llegado todavía al nivel de dejarse caer en la bebida o en la droga para ahogar sus penas (algo que, y su familia lo sabe, se le ha pasado alguna vez por la cabeza). Sólo permanece en el hogar para hacerle el desayuno a su esposa y dejarle lista la comida a Héctor, y vuelve por la noche a tiempo de cocinar la cena para su familia y esperar a su mujer para pasar unos breves instantes juntos antes de irse a dormir.

El ambiente es pesado, cerrado, nadie ha tenido tiempo por la mañana de abrir un poco las ventanas para airear la casa. Es un piso pequeño, de tres habitaciones, cocina y baño. No hay salón o sala de estar. Sólo un pequeño rellano y una mínima terraza (tras la cocina) donde sólo caben la lavadora y el tendal. Las estancias están en penumbra: las persianas están a medio bajar. El sol se cuela en diagonal a través de sus rendijas, creando una atmósfera de cuadro de Caravaggio. Oscuridad penetrante sesgada abruptamente por brillantes haces de luz dorada. En las columnas de esta luz pueden verse las partículas de polvo flotando perezosamente en el aire, como no queriendo despertar del todo de una dulce somnolencia. En estos momentos Héctor se siente como nadando en el aire denso de los sueños. El hogar de Héctor está dormido. Siempre está dormido, incluso cuando está lleno de vida. Por eso a Héctor le gusta contemplarlo así, cuando no hay nadie. Así puede imaginarse que se trata de otro lugar, como una tumba antigua y oscura, donde yacen enterrados, en letargo, tesoros ignotos y extraños.
Más allá de eso, los muros gruesos de estas habitaciones son otro tipo de tumba. Héctor pasa a la cocina, inundada por el aroma frío de un guiso de carne que espera en el horno. No puede evitar mirar de reojo hacia el rincón donde reposa el sofá en el que todas las noches se sienta su padre. La mirada perdida y vacía de José, mirando sin mirar hacia el pequeño televisor, parece ahora atravesarlo con indiferencia de la misma forma que lo estaría haciendo de ser ya las nueve de la noche, hora en la que ya estaría allí. Los recios muros de la cocina son la cárcel de los sentimientos de José, y sus grilletes, los programas insulsos y los informativos desalentadores que se repiten en amarga letanía tras cada puesta de sol. Una cárcel en que las emociones mueren lentamente, minadadas por la desesperanza, el tedio y el agobio.

Héctor come solo (¿y con quién iba a comer?). El guiso no está mal, aunque hace muchas horas que perdió el calor, lo cual le da un ligero toque rancio, pero Héctor ya está acostumbrado. Después coge el teléfono y llama a Mercedes, una conocida de la familia, una señora cuya hija es amiga de Helena y que acostumbra a cuidar de su hermana después de clase, cuando él tiene cosas que hacer y no puede ir a buscarla al colegio. Le pregunta que si puede quedarse con la pequeña un rato, que pasará a buscarla a eso de las ocho y media, tal vez nueve, si se retrasa el bus. Sí, sí, por supuesto, no hay problema. A la hora convenida Héctor pasará por casa de Mercedes para llevarse a Helena (y de paso así tal vez tenga ocasión para charlar cinco minutos con Marco, el chico que le gusta, el hijo mayor de Mercedes).

Héctor sale de casa. Se dirige a la parada del autobús. No puede evitar acordarse del suceso esta mañana, así que mira con desconfianza a su alrededor mientras se sienta, esperando no ver en las proximidades a aquel pirado. Por suerte él no está. Sólo rostros anodinos, anónimos, normales, tan vulgares como el de Héctor, uno más entre la gente. Complacido, ocupa su lugar, pero la tranquilidad apenas dura. Héctor lleva un buen rato sintiéndose inexplicablemente inquieto. Tal vez sea la desconsolada soledad, que ha venido a martirizarle con sus oscuras garras, pero Hector en realidad ya está acostumbrado a ella, así que... ¿por qué esta extraña sensación, porque esta especie de angustia, de nudo, de horror, en el pecho? Héctor sacude la cabeza y pone música. Mucho mejor. Mucho, mucho mejor. El rap le ayuda a evadirse a un plano distante, más allá de la realidad, una vez más.

"¿Por qué otra vez esta canción? Ya es la tercera vez que suena hoy..." Disgustado, Héctor cambia de track.

El autobús se detiene. Antes de bajarse Héctor ve ya a Alejandro, que le espera en la parada. Ambos se saludan con alegría. Su amigo está actualmente en paro, buscando trabajo, al igual que Héctor. Hace mucho que dejó la Universidad (una no muy prometedora carrera de Ingeniería) en pro de un trabajo que le permitiese llevar un sueldo a su hogar. Héctor muchas veces se ha preguntado si no debería haber hecho lo mismo: dedicar todo su tiempo y energías al curro en lugar de al saber. ¿Que el saber no ocupa lugar? ¡Ja! A lo mejor no ocupa espacio, pero ocupa cosas más importantes.

De todas formas, así es como han salido las cosas hasta ahora, y Héctor, pese a todo, está satisfecho. Los estudios siempre pueden ser abandonados si la necesidad es acuciante. No es tan sencillo hacerlo a la inversa. Y las notas de Héctor todavía no bajan del aprobado.

Héctor y Alejandro pasan una buena tarde de amigos. Reparten curricula en todo establecimiento de la ciudad que se digna a aceptarlos: supermercados, tiendas, pequeños negocios, talleres, empresas de varios tipos, oficinas... nada está a salvo de la indiscriminada marea del reparto de estos pequeños panfletos de papel, que condensan en unas pocas y tristemente escuetas líneas las esperanzas y el futuro de dos jóvenes del siglo XXI. Nivel de Inglés básico, nivel de Informática básico... ¿a quién le importa un comino todo lo demás? ¿A quién le importa hoy que estos chicos tengan alma de poeta y manos de pintor? ¿A quíén le importa que tengan música en la cabeza y avezada prosa en su afilada pluma? ¿A quién le importa que gusten del Latín y del Griego, que sepan tocar un instrumento o que sus letras hablen de la verdad y de la vida? ¿A quién le importa lo que estudiasen o lo que no acabasen de estudiar, si no tienen un título certificado de ingeniero o de científico que puedan esgrimir en algún país extranjero? Al pobre señor que lucha para mantener la pequeña carnicería que pertenecía ya en tiempos a su padre, y que trata de evitar desesperadamente su cierre, y que necesita un empleado pero no le puede pagar más que una miserable cantidad al mes, desde luego no creo que le interese mucho. Tampoco creo que le interese lo mínimo a Amancio Ortega, si es que vas a trabajar vendiendo ropa en alguna de las tiendas de Zara. Pero esta tarde no hay gruesos nubarrones sobre los pensamientos de ambos jóvenes. Sólo alegría, compañerismo y saludable ejercicio mientras recorren de acá para allá todas las esquinas de la ciudad, sin dejarse ni una, repartiendo sin compasión sus humildes currículos a todo aquel comercio susceptible de ofrecer el misérrimo empleo.

El atardecer ha ido, poco a poco, avanzando en el cielo. Cae la noche ya sobre las farolas tenues que empiezan a amarillearse (con esa luz tan vieja y tan enferma) con la triste canción de su alumbrado. Los coches embotellan las calles, poco a poco, mientras la jornada laboral termina y las almas cansadas de millares y millares de ciudadanos vuelven a casa. En este mismo instante una pareja folla apasionadamente y un ejecutivo sale de su puesto de trabajo. Alguien sigue esperando en esa esquina, y alguien camina sin rumbo calle arriba... La oscuridad ya empieza a descender sobre el mundo, el dulce Morfeo extiende su tenebroso manto para arropar la Tierra. Alejandro y Héctor se despiden, con una fraternal sonrisa en sus labios. "Hasta mañana, Ale, hasta mañana, Héctor, me lo he pasado muy bien". Héctor mira la hora en su móvil y aligera, casi corriendo, sabiendo que el autobús pasa pronto y que a lo mejor le da tiempo a cogerlo. El reloj del Ayuntamiento todavía no va a dar en punto (las ocho en punto), y el autobús pasa apenas unos segundos después de que anuncien esa hora... Dobla una esquina y atraviesa una calle. Corre por una acera y cruza rápidamente a la siguiente. Apenas hay tráfico en esta zona. De hecho... De hecho no hay ahora mismo a la vista ningún coche. "Qué raro", piensa Héctor. Ya casi ha llegado a la parada...

Hay algo extraño. Héctor llega a sentirlo, más que a verlo. Lo siente porque lo oye. Ya está más o menos oscuro. Aún hay claridad suficiente como para distinguir los rostros de las personas a cierta distancia, pero está lo bastante cerrado el día como para que los coches tengan que llevar encendidos los faros... pero este coche no los lleva encendidos. No lleva ninguna luz puesta. Nada se adivina más allá de sus tenebrosos cristales. Es como si el coche no estuviese tripulado, y fuese siniestramente autónomo. Un coche maléfico y misterioso, aterrador, salido de las profundidades de algún Hades. Es impersonal, e inquietante. Héctor solamente escucha el sonido de un motor antes de verlo. Ahí está, a cierta distancia de él. Circula a una velocidad ligeramente superior a la que debería, y no se detiene. No gira. De pronto da un giro. Un volantazo. Se escucha un escalofriante chirrido. Goma quemada contra el asfalto. Ante los atónitos ojos de Héctor, el coche se sale de la carretara e impacta incontrolablemente contra la solitaria parada del bus (en la que, por suerte, no había nadie). La calle está desierta. Nadie más que Héctor es testigo del accidente. Un testigo mudo y sorprendido, paralizado momentáneamente por la impresión. El estruendo es ensordecedor, es implacable, es descomunal. La violencia del choque parece reproducir, condensar, en una milésima única de segundo, la prodigiosa fuerza de un titán creando un mundo desconocido mediante un puñetazo contra una estrella. Pero sólo es una fracción de tiempo mínima, ínfima, todo sucede demasiado rápido como para poder decir algo, o reaccionar de alguna manera, no hay palabras que puedan expresar lo que en ese momento un cerebro procesa. Y sin embargo, el momento es dolorosamente lento, inacabable, con sus brazos densos e infinitos parece abarcar lo que se siente como una implacable eternidad.

Y transcurrido ese segundo... se hace en la calle el silencio.
 

2 comentarios:

Ricardo Lamelas Frías dijo...

¿Cómo seguirá esto...? Me ha gustado mucho, por cierto, la imagen del titán y el puñetazo contra la estrella. Un abrazo

Amando García Nuño dijo...

Independientemente de las posibles ramificaciones del texto, y partiendo del hecho de que prefiero finales abiertos, hay como un espíritu de escalofríos recorriendo las líneas del escrito, hacia esa parada de autobús sin autobús. Muy conseguida la atmósfera.
Un abrazo.