miércoles, 20 de marzo de 2013

Asesino. Capítulo 1

Héctor camina por la acera de una calle fría hacia la parada del autobús, bajo un sol que asoma desde hace poco y que no consigue calentar el aire de la mañana. Los transeúntes buscan en sus rayos ligeros algún pequeño alivio, evitando las sombras, manos en los bolsillos, botones y cremalleras hasta arriba. El chico camina con los hombros encogidos y los brazos rígidos pegados al cuerpo, buscando el calor. Héctor es de ésos a los que no les molesta combatir el sueño (al menos hasta un rato después de haberse despertado, cuando éste pega fuerte y los párpados empiezan a cerrarse), así que el problema de dejar las sábanas en hora temprana es la temperatura del mundo exterior. Cantidad de veces le dan ganas de saltarse alguna clase (¿por qué tendrán que ser siempre por la mañana?) para ganarse unas horitas más de calma hogareña. Pero el sentido de la responsabilidad siempre vence, así que se levanta con el tiempo justo, y sin desayunar nada, abandona su casa en silencio y parte camino de la universidad. A Sofía y José no les hace gracia que se marche sin comer nada, sabiendo además que no lleva dinero encima  para tomarse algo en la cafetería de la facultad. Pero Héctor por la mañana nunca tiene hambre, rara es la vez que según sale de la cama se siente capaz de meterse algo en el estómago. Además, así puede evitar levantarse más temprano de lo debido, porque es el primero que abandona el piso familiar por la mañana, y pese a lo cuidadoso que es teme siempre despertar a sus padres, que apenas tienen tiempo para dormir, o a su hermanita Helena, que tiene el sueño ligero y se espabila fácilmente con el sonido de la puerta de casa.

A Héctor le gusta que sea así. Pese a que no le gusta mucho madrugar (como a casi todo el mundo, vaya), adora la tranquilidad solitaria de esos primeros instantes de cada día, en que el hecho de ser el único despierto de toda la familia y el amable silencio que flota suavemente en el aire causan la sensación de ser el único ser con vida sobre toda la Tierra. Como si el planeta entero hubiese detenido, por un instante, todo su bullicio, su ajetreo, todo su odio y su violencia, y durante esos únicos minutos permaneciese en una estasis ininterrumpida que deja sólo espacio para una calma reflexiva y profunda. Un momento anodino que se reviste de solemnidad, de sabiduría y magia, que se hace trascendental, casi filosófico. Todos los seres humanos hechos uno, unidos en la paz adormecida del sueño y el descanso.

Esto, naturalmente, hasta que llega la hora de traspasar el umbral de la puerta y coger el ascensor para salir a la calle. Entonces saludan los coches y los tubos de escape, que se hacen todavía más sonoros de lo que son en el silencio de un mundo que todavía no está totalmente despierto.

Los cascos retumban en los oídos de Héctor, aislando su mente soñadora de los ruidos  profanos del mundo. El rap eleva su alma ligera, volando su imaginación como un pájaro sobre las baldosas aburridas y grisáceas del suelo. Monótonas y monotemas, todas iguales entre ellas, sólo le sirven para sustentar su cuerpo caminante, que sigue su camino con la inercia del autómata que ha interiorizado el itinerario que recorre todos los días, hasta tal punto que sin problemas sería capaz de realizar el trayecto con los párpados cerrados. Una canción de Arma Blanca suena ahora en el reproductor de su teléfono móvil (gran invento el mp3 en estos aparatos, ¿no?). La canción es acaso un poco siniestra, pero eso a Héctor no le importa, y la base musical le relaja. Se detiene un instante en medio de la acera mientras cierra los ojos y sus labios entonan, pero sin soltar el aire, los primeros versos del último párrafo de la canción, que corresponden al diálogo de Nach con la Muerte: Soy la Muerte, y he venido a llevarte conmigo. ¿Pero qué será de mi esposa y mi hijo, mis padres y amigos? No mires atrás y olvida el tormento. A ellos les tocaré y me llevaré su alma cuando llegue el momento. Pero aún me queda mucho por vivir, mucho por hacer, mucho por amar y sentir, ¡no me puedo ir! Ése ya no es tu mundo, has cruzado al otro lado, tu hora ha llegado y no la puedes elegir. ¡Pero es injusto y triste! ¿Por qué eliges a tu gusto, por qué existes, por qué viniste a por mí antes de tiempo, sin más? ¡Quiero ver otro amanecer, y a mi hijo crecer, no desaparecer para no volver jamás! No hay vuelta atrás, es tu destino. Naces para morir, ése es tu sino, no hay que perder un segundo. Te espera la oscuridad para toda la eternidad. Vendrás conmigo para ver el mundo… desde el otro lado.


Mientras suena el estribillo Héctor llega a la parada del autobús, que ahora mismo está vacía. Mejor. Prefiere estar solo, aunque sea muy raro que no haya nadie. Héctor conoce de vista a las tres o cuatro personas que acostumbran a coger el autobús a la misma hora que él (uno es un tipo que le cae mal desde que le protestó por subir el primero al autobús, vaya una cosa, hombre). Héctor es una persona a la que, como a la mayoría de las personas, le gusta un cierto grado de rutina en su vida, porque la rutina es estabilidad, es garantía, es saber que no va a haber una desagradable sorpresa o algo que no puedas afrontar. Pero a Héctor le da igual que no se cumpla esta rutina, ésta en concreto. Si en su día a día le tocase ir siempre sin compañía hacia la universidad, él estaría encantado.


Pues hoy no hay nadie. Claro que ello no significa que el bus vaya a ir vacío. Pero claro, no se puede tener todo en la vida. Ahí llega el autobús, verde, viejo y gastado, como siempre, y Héctor sube. Pues… pues está vacío. Qué sorpresa. Héctor parpadea al percatarse de ello tras haber pasado el ticket por la máquina y haber enfilado el pasillo. Ni una sola alma, todos los asientos libres. Bueno, todos no, parece, allá hay uno que está ocupado por un hombre que en estos momentos mira por la ventana, indiferente, parece ser totalmente insensible a los cambios revolucionarios del mundo compaginados con la chicha cotidianeidad de la ciudad. Pero salvando esa única excepción, no hay nadie. Bueno, bueno, bueno, hoy Héctor está de suerte. Con seria complacencia ocupa un asiento de su elección en la parte trasera del autobús, aunque no demasiado atrás, y procurando mantenerse alejado del otro hombre, que está totalmente al fondo. Héctor no es un asocial ni un misántropo o antropófobo (pese a que tal palabra no existe), pero le gusta no molestar y no ser molestado. ¿Para qué correr riesgos?


Transcurre el viaje sin novedad, con alguna cabezada ocasional del joven Héctor sobre el asiento y el rap sonando desde su móvil a todo volumen. Cuando se baja del vehículo, tras haber pulsado el rojo botón que indica la parada, está sonando una canción de Nach: Cuando Ella viene, la Muerte sonríe y se entretiene. Cuando el poder de la ambición nos posee, hace que el mundo tiemble, se tambalee, y… Ella está ahí. Cuando el noble vende al pobre, le cambia oro por cobre, el hombre es quien mata al hombre, y… Ella está ahí. Cuando vertemos nuestra ira en otros seres, nos transformamos en verdugos crueles, y… Ella está ahí. Pandora, oscura dama que añora vernos sufrir, alma infame que controla nuestro devenir… El hombre que había en el autobús también se baja, y emprende el mismo camino que él, aparentemente por casualidad. De pronto mira claramente a Héctor y sonríe. Lo hace varias veces. Héctor al principio no se da cuenta, y cuando lo hace finge no darse cuenta, sin darle importancia. Camina deprisa (siempre lo hace cuando va solo), y aumenta ligeramente la velocidad para librarse de la incómoda presencia de la mirada indiscreta (¿es que tiene monos en la cara o qué?). Pero antes de que deje atrás a tan extraño individuo, éste extiende de pronto una mano y palmea el brazo de Héctor con suave inquisición.


Héctor, molesto y extrañado, se da la vuelta y encara al sujeto quitándose los cascos.

-¿Sí? ¿Quería algo? Tengo prisa.

-No te entretendré mucho, asesino. La verdad es que sólo quería verte en persona. Estoy muy emocionado. Éste es un momento trascendental.

Héctor enarca una ceja a más no poder mientras su mano tantea en busca de las teclas del móvil (gracias a los dioses no es uno de esos estúpidos e incómodos móviles táctiles). Genial, un pirado. Cero, nueve, uno. (“Y como le dé por atacarme, salgo corriendo y llamo a la policía”). Héctor se da la vuelta y simplemente sigue caminando, esta vez a paso ligero (mucho más). El hombre, sin embargo, no parece dispuesto a rendirse.

-¡Eh, espera! ¡Espera, Héctor!

Esto sí llama su atención (¿cómo demonios conoce su nombre?). Vuelve a darse la vuelta, esta vez con señales inconfundiblemente de enfado, y dice al otro en tono brusco:

-Oye, perdona, pero si es una puta broma no tiene gracia, y además tengo clase en cinco minutos, así que déjame en paz, ¿quieres?

-Tranquilo, tranquilo, tranquilo, asesino, ve a clase, por supuesto. Es, simplemente, que quería verte la cara antes de que todo esto comience. Ya se acerca, tío, se acerca el momento…

La sonrisa que esboza el extraño y siniestro personaje erizaría los pelos de la nuca al más pintado, y antes de que Héctor pueda siquiera cuestionarse si responderle algo o no antes de seguir con su camino, el hombre se da la vuelta y se aleja tranquilamente, dejando a Héctor solo con sus confusos pensamientos.

(“WTF???”)

Pero el reloj del Ayuntamiento ya está dando las nueve campanadas, de modo que es hora de que Héctor entre en clase. Soltando una maldición entre dientes (básicamente cagándose en todos sus muertos) Héctor acelera el paso, hasta evolucionar en carrera, y atraviesa a toda prisa las calles que lo separan de la Facultad de Historia.

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo que escribes no deja de sorprenderme. Me he sentido Héctor casi desde la primera línea, y este pedazo de historia se me ha hecho corto. Enhorabuena!!!

Amando García Nuño dijo...

Menos mal que el inquietante tipo tiene la amabilidad de llamarle asesino, que siempre es un apelativo cariñoso. En los tiempos que corren, si quieren acojonarte, te pueden tratar de político, banquero, pensionista o literato.
Expectantes, nos dejas.
Abrazo